sábado, 31 de mayo de 2008

Discutir la Constitución. Qué dice y según quién.

Aspecto del debate en las pantallas del Zócalo

Uno de los escándalos más sabrosos de la vida pública de los últimos tiempos nos lo regaló el mosaico político mal llamado FAP. Recordará Ud. qué suave estuvo la discusión a propósito de las tomas de las tribunas en el Congreso y recordará también Ud. que como parte de las medidas para destrabar la crisis en la
jaula de representantus se pacto un circo de la palabra llamado pomposamente "debate petroléro".

Pues bien, no están los tiempos (me refiero exclusivamente a los míos) como para andar comentando de cabo a rabo el tema del debate, pero tampoco están los tiempos (me refiero a los de la vida pública) para andar dejando sin mención aspectos relevantes de la misma. Dicho lo cual, a continuación una breve
referencia (ni tanto, ya verán, aunque ruego paciencia, el tema lo amerita) al intercambio de argumentos que se dio como consecuencia de una de las mesas centrales: la cuestión constitucional de la reforma.

Para abrir boca, conviene traer a la mesa los argumentos que fuera de la formalidad del debate (pero en el contexto del mismo) dio Ana Laura Magaloni. La Maga, escribió lo siguiente:

Con frecuencia se nos olvida a los profesionistas del derecho en México que las normas son mucho más porosas de lo que quisiéramos y que, por tanto, no hay verdades jurídicas inmanentes. Ello me parece que está sucediendo en el debate actual sobre la reforma energética. Una parte importante de este debate se ha centrado en si las reformas legales que propone el Presidente vulneran o no la Constitución. En particular, se discute acerca de los límites constitucionales a la participación del sector privado en la industria petrolera. Distintos abogados han dado su veredicto: unos estiman que la propuesta de Calderón sí viola la Constitución y otros que no, pero, en ambos casos, las opiniones se externan como si el texto del artículo 27 fuese claro e incontrovertible. En realidad no lo es. Por ello, los únicos que pueden resolver esta cuestión son los ministros de la Suprema Corte. Mientras que ello no suceda, la respuesta permanecerá indeterminada en términos jurídicos.

Luego nos dice:

La discusión jurídica más honesta y útil que ahora puede existir tendría que versar sobre dos temas principalmente: 1) los pronósticos sobre lo que la Corte pudiera decir en su momento al respecto, y 2) el grado de indeterminación del texto constitucional.

Por lo que respecta a la primera cuestión, el pronóstico sobre el sentido de una decisión de la Corte es particularmente incierto. El único caso reciente en donde la Corte abordó una cuestión análoga es la controversia relativa a la constitucionalidad de los artículos 126 y 135 del Reglamento de la Ley del Servicio Público de Energía Eléctrica. Dichos preceptos reglamentaban la venta de excedentes a la CFE por parte de los particulares tratándose de los proyectos de autoabastecimiento y cogeneración de energía eléctrica. La Corte estimó la inconstitucionalidad de los artículos impugnados, pero lo hizo con una sentencia muy dividida. Cinco ministros estimaron que los artículos 25, 27 y 28 constitucionales imponían importantes restricciones a los particulares en este ámbito, otros tres decidieron que la cuestión se limitaba a un asunto de invasión de competencias del Ejecutivo al Congreso y, finalmente, otros tres dijeron que no había ninguna violación. Decisiones tan divididas resultan poco útiles para intentar pronosticar lo que diría la Corte en un caso análogo o similar. Esta impredictibilidad se acentúa dado que cuatro de los ministros que emitieron esa resolución ya no están hoy en la Corte.

Pa' pronto, nos deja igual que al principio en lo que hace a su punto uno. Sobre su segunda hipotesis plantea lo siguiente:

Ahora bien, con respecto a la indeterminación del texto constitucional, es el artículo 27 el que define los límites de la participación de particulares en la industria petrolera. Dicho precepto establece dos cosas fundamentalmente. En primer término, que "corresponde a la Nación el dominio directo" (...) "del petróleo y todos los carburos de hidrógeno sólidos, líquidos o gaseosos" y, además que, tratándose de "la explotación, el uso o el aprovechamiento" de estos productos, (...) "no se otorgarán concesiones ni contratos (a los particulares) ni subsistirán los que, en su caso, se hayan otorgado".

La indeterminación del texto tiene que ver principalmente con el significado de las palabras "explotación, uso y aprovechamiento". Por ejemplo, si un particular usa petróleo para operar una máquina, ¿quiere decir que viola la Constitución? ¿La explotación del petróleo significa su extracción o refinación o sólo las rentas que su venta genera? Las palabras tienen distintos posibles significados. La propuesta de Calderón establece nuevos esquemas de contratación entre el Estado y los particulares para que éstos refinen, distribuyan, transporten o almacenen petróleo o sus derivados. En todos los casos se les remunerará en efectivo y no podrá haber producción ni utilidad compartidas entre el Estado y los particulares. El asunto nodal sobre la constitucionalidad de la propuesta es si estas actividades tienen o no que ver con la "explotación, uso o aprovechamiento" del petróleo.


Dejemos hasta aquí lo dicho por la Maga y vayamos a lo que han hecho público los participantes al debate. Por instrucciones del licenciado, traeremos primero al ring a Arnoldo Córdova quien escribió:


En los recientes foros sobre la constitucionalidad de las iniciativas petroleras hubo, puede decirse, un poco de todo. Pero quedó claro que desde el principio se dio una polarización entre quienes defienden la constitucionalidad de tales iniciativas y quienes acusan su inconstitucionalidad (o, más a menudo, su anticonstitucionalidad). Eso era inevitable, pues de eso se trataba. Pero fue un debate rico en materias (y también en ocurrencias).

[...]

Una línea permanente de la discusión se dio en torno a la interpretación de la Constitución. Me llamó la atención el que casi todos los defensores de la reforma fueran juristas de la Escuela Libre de Derecho, del ITAM, del CIDE y del Instituto de Investigaciones Jurídicas (IIJ) me llamó la atención, no tanto por lo que dijeron, que fue uniforme, sino por el tipo de cultura jurídica que mostraron tener. Todos ellos son jóvenes y muestran el mismo sello.

Sustentan convicciones de moda en el mundo de las ciencias jurídicas, que tienden a desacralizar el derecho; el derecho para ellos son sólo palabras y la ley es totalmente manipulable (se le puede usar como se quiera y para cualquier fin). El fin del derecho para ellos no es juridicizar las relaciones sociales, como dicen los juristas italianos, sino ponerlo al servicio de los intereses privados, manipularlo, manejarlo como se hace con cualquier herramienta. Así, el derecho acaba perdiendo su valor normativo para quedar en simples fórmulas retóricas.

Para ellos la interpretación de la Constitución es cosa sencilla: se trata de un conglomerado de palabras y basta ver qué dice cada una de ellas. No me explico cómo es que sólo creen en las palabras cuando nos dicen que la Carta Magna no es clara. Si el artículo 28, al hablar del sector estratégico del petróleo, no habla de la industria petrolera, quiere decir que ésta no es estratégica; si el 27 habla sólo del producto que corresponde a la nación, para ellos explotación quiere decir únicamente el usufructo de ese producto. Fue inútil que se les explicara que explotación es el proceso productivo y comercializador en su totalidad. Se salieron siempre por la tangente: cada quien interpreta las palabras como las entiende.

[...]

Interpretar una ley por lo que dicen sus palabras, en filosofía del derecho (materia que yo impartí en la Universidad Michoacana) le llamamos “nominalismo”. Ya en otro artículo sostuve que en la interpretación de la ley hay que hacer varias tareas: analizar sus términos, por supuesto; interpretar el conjunto del ordenamiento y, por último, ligar esa interpretación a la vida de la sociedad. Eso requiere no instrumentalizar el derecho, convirtiéndolo en simple herramienta, sino tener claro que el derecho regula la realidad social y le da cauce. Todos los grandes filósofos del derecho han dicho que, al interpretar el derecho, hay que interpretar la vida social y ver si el derecho se ajusta a ella.

[...]

¿Por qué quieren negar que la Corte tenga la facultad de interpretación? Porque piensan que la interpretación es sólo asunto de palabras y, en ese caso, todos podemos interpretar la Constitución. No aceptan, como le dije también a Zaldívar, que la Constitución no es una ley, sino un pacto político hecho de instituciones. La Carta Magna no norma ni regula, instituye, y cada artículo suyo es una institución, a partir de la cual se deben hacer las leyes. ¿Por qué? Porque instrumentalizan la Constitución hasta convertirla en meras palabras. No se qué haya querido decir Miguel Carbonell cuando afirmó que los opositores querían “azuzar la Constitución como si fuera un fetiche”. Para eso sí que se requeriría de un colosal esfuerzo de interpretación y, probablemente, ningún juez estaría en grado de saberlo. Como se puede ver, la interpretación no es cuestión de palabras, sino de sentidos, de significados.

Luego, Miguel Carbonell, que aunque joven -según Arnaldo Córdova- también tiene sus propios medios de defensa mediante columnas periodísticas escribio:

Arnaldo Cordova en su artículo dominical de La Jornada propone continuar el debate que tuvimos en el Senado la semana pasada (“El debate constitucional”, La Jornada, 25/V/08). Lo hace rechazando que la interpretación de la Constitución pueda reducirse a una cuestión de palabras y nos recuerda que le corresponde a la Suprema Corte establecer el sentido de lo que dice el texto constitucional. De paso, nos atiza a los “jóvenes constitucionalistas” diciendo que estamos cortados todos con la misma tijera y que entendemos que las leyes son completamente manipulables. [M]e permito aportar algunas reflexiones para que los ciudadanos tengan algunos elementos mínimos para formarse su propio criterio:

1. Nadie dijo en el Senado que la interpretación constitucional se limitara a una interpretación puramente nominalista. Yo sostuve y sostengo que nos debemos tomar en serio las palabras de la Constitución y que, para tal efecto, es necesario leerlas y dotarlas de contenidos concretos.

2. De esa manera no se verifica, como dice Córdova, una desacralización del derecho, sino todo lo contrario: se le toma en serio partiendo de su significado primario, que es el de las palabras con que se encuentra escrito. Es mucho más dañino practicar esa interpretación metafísica con que nos deleitó Córdova en su intervención ante el Senado, cuando citó una y otra vez al “espíritu” de la Constitución y al “espíritu” del Constituyente. Eso sí que es diluir el sentido y el papel del derecho. A varios de los “jóvenes constitucionalistas” que tanto crítica nos enseñaron a trabajar con normas jurídicas y por tanto no somos capaces de hacer interpretaciones espiritistas, más propias de astrólogos que de juristas, al revés de lo que hace Córdova cuando cita con profusión a los espíritus, a los “significados” y a los “sentidos” de la Constitución sin hacer referencia más que de manera tangencial a su texto, para efecto de ponerlo frente a las iniciativas de reforma energética que están en la mesa de los senadores.

3. Tampoco nadie dijo en el Senado que la Suprema Corte no fuera el órgano que lleva a cabo la interpretación terminal o última de la Constitución. Si nos invitaron los senadores es porque algo sabemos de derecho constitucional y, siendo esto así, no hace falta que nos recuerden lo obvio. El punto importante, sin embargo, es mucho más complicado de lo que imaginan los teóricos de la metafísica constitucional: en una sociedad democrática hay una nómina abierta de intérpretes constitucionales. Cada tipo de interpretación produce un efecto distinto, pero la pueden llevar a cabo los legisladores, los académicos y desde luego los propios ciudadanos, destinatarios inmediatos de muchas de las normas constitucionales. ¿Qué hay de malo en eso? ¿Acaso los senadores no están llamados a interpretar el alcance de los artículos 27 y 28 constitucionales para poder aprobar con fundamento las iniciativas de reforma energética? ¿Acaso los teóricos cuando escriben sus manuales y tratados no hacen también una especie de interpretación constitucional? ¿De dónde viene ese furor judicialista que pretende sostener un inaceptable monopolio de la interpretación constitucional a favor de la Suprema Corte? ¿Acaso le tenemos miedo a la versión democrática de la interpretación constitucional que ve en cada ciudadano a un usuario y un protagonista de tal interpretación? Ni las posiciones más elitistas del constitucionalismo moderno niegan la posibilidad de que millones de ciudadanos sean protagonistas de la vida constitucional de un país a través de la realización de sus propias interpretaciones.

4. Córdova nos acusa de “mezclar” conceptos al proponer nuestra interpretación de los artículos 27 y 28 constitucionales. Lo que creo que sucede, en rigor, es que él mezcla métodos. Quiere sostener posiciones jurídicas apelando a conceptos de la ciencia política. A los razonamientos que hacemos con base en las teorías modernas del derecho, Córdova opone la visión de Cicerón, de Maquiavelo y de Montesquieu.

[...]

Lo mejor que se puede hacer para discutir hoy en día sobre la Constitución es tomársela en serio. Reconocer su carácter de norma jurídica, dejando atrás los discursos traídos del siglo XIX que dicen que la Constitución “no norma ni regula”, como si fuera una simple carta a los Reyes Magos. Ese es el modelo de interpretación que debemos rechazar.

Antes de pasar a la tradicional etapa de cierres y conclusiones (en donde típicamente en este país quien tiene la palabra -hablada o escrita- suele distorsionarlo todo -correspondiéndome el placer en esta ocasión a mi), me dicen que hay que llamar al ring a otros dos. Jaime Sánchez le recetó las siguientes críticas al ex-Ministro Juventino Castro:

El martes 20 de mayo, Juventino Castro y Castro, ex ministro de la Suprema Corte de Justicia de la Nación y asesor de López Obrador, presentó una ponencia sobre la Constitución y la reforma de Pemex. El venerable anciano y, se supone, buen jurista (que no juarista) fue contundente: "La tesis mexicana es clara y terminante: la propiedad no es un derecho natural que desde su origen perteneciera al ser humano por el simple hecho de tener esta calidad; según nuestro Pacto la propiedad de las tierras y aguas es, en su origen, propiedad de la Nación, o sea del pueblo mexicano y existen propiedades -según nuestros mandatos constitucionales- que no pueden en forma alguna ser transmitidas a los particulares, porque son la base y el sustento de nuestra identidad, nuestra estabilidad y el progreso de la Nación".

Señalaré, primero, la barbaridad. Ninguna Constitución de ninguna República democrática (o no) puede ser la base y el sustento de la identidad nacional. Los órdenes jurídicos sirven para ordenar (bien o mal) la vida política, económica y social de un pueblo, pero no otorgan ni mucho menos imponen una identidad cultural o nacional. Mientras las constituciones van y vienen, los pueblos y las naciones permanecen. Si no fuera así, el colapso de la Unión Soviética se habría traducido en la desaparición de Rusia. Y más cerca de nosotros, la predecible caída del régimen castrista anunciaría el fin de la identidad cubana. Nuestra experiencia histórica, por lo demás, lo confirma plenamente. La Constitución de 1857 fue la bandera y el proyecto de los liberales en el siglo XIX. Y no hay en ella nada que la vincule con las tesis fundamentales de la Constitución de 1917. Los derechos sociales y el artículo 27 Constitucional no están siquiera esbozados. Se puede conectarlas, como hizo Jesús Reyes Heroles, bajo el término del "liberalismo social", pero en sentido estricto hay que reconocer que el liberalismo de Juárez nada tenía que ver con las preocupaciones de Emiliano Zapata o Molina Henríquez.

Peor aún. El famoso artículo 27 tiene orígenes y antecedentes no muy presentables. Se inspira en el derecho virreinal que, después de la Conquista, establecía que las tierras y las aguas pertenecían en su origen a la Corona Española que había sometido a su dominio todo el territorio de la Nueva España. Por eso el rey de España otorgaba encomiendas, tierras pobladas de indígenas, a los nobles y aventureros que se adentraban en estas tierras. Se trataba, en sentido estricto, de un derecho premoderno donde el individuo y sus derechos dependían, en último término, de la voluntad real.

La aportación de Molina Henríquez, autor de Los grandes problemas nacionales, fue retomar este principio y darle un giro "moderno y nacionalista". A falta de Rey y Corona, señaló el intelectual de marras en el contexto del Congreso constituyente de 1917, había que constituir a la nación en la propietaria original de las tierras y las aguas. Y, al igual que durante la Colonia, el dominio de éstas sería transferido a los particulares por obra y gracia de la nación.

La resolución de esta ecuación era, sin embargo, incompleta. Durante la Colonia el Rey encarnaba materialmente la legitimidad y el derecho. Nadie la cuestionaba ni la ponía en duda. Pero qué hacer con una entelequia como la nación. Los individuos que la componen tienen diversos estatus, raza, profesión e incluso credo. La única manera de volver asible esta abstracción es recurriendo a otra, el Estado, que finalmente debe traducirse en algo más concreto: el gobierno.

Es más, para efectos prácticos e históricos, el presidencialismo mexicano, que institucionaliza el general Lázaro Cárdenas, terminó por convertirse en la "verdadera" encarnación del Estado y la nación. Durante seis años, el jefe del Estado, del gobierno y del partido del Estado (PNR y luego PRI) actuaba como un verdadero monarca. No en balde se hablaba de una monarquía sexenal. Los poderes discrecionales (metaconstitucionales, Carpizo dixit) no enfrentaban más límite que el tiempo. Al cabo de seis años se debía entregar el poder, si bien el último y definitivo privilegio era nombrar al delfín. Es por eso que en el caso del artículo 27 se puede hablar de un triple mito. El primero está en ver la Constitución del 17 como un perfeccionamiento de la del 57, tal como lo postulaba Reyes Heroles. Pero cómo hablar de continuidad cuando los liberales del siglo XIX postulaban al individuo y sus derechos (entre ellos el de la propiedad privada) como el centro y el fin del orden democrático. Cómo hablar de continuidad cuando Juárez impulsó la disolución de las viejas formas de organización social (comunitarias) para dar paso al ciudadano libre e independiente. Así que, para decirlo en pocas palabras, si Juárez hubiese examinado el proyecto del artículo 27 lo habría considerado, con razón, reaccionario y premoderno.

El otro gran mito es la pretendida originalidad de la Revolución Mexicana que habría elevado los derechos sociales (educación, salud, etcétera) a rango constitucional. Fue, se nos dice, precursora de lo que luego ocurrió en Europa y, en menor medida, en Estados Unidos. Esta tesis es parcialmente cierta, pero omite dos cuestiones fundamentales: la primera, ya mencionada, el artículo 27, eje toral de la Constitución mexicana, es de corte eminentemente premoderno. La segunda es que los derechos sociales y las formas de organización comunitarias (ejidos y comunidades indígenas) se transformaron en un mecanismo de control político al servicio de un régimen autoritario con prácticas premodernas y antiliberales.

Por último, el mito de que entre el artículo 27 y el desarrollo del estatismo, que culmina paradójicamente con las reformas de 1983, hay un desarrollo lógico y deseable. Porque hay que recordar la gran paradoja: es precisamente bajo el gobierno de Miguel de la Madrid que se establece el monopolio del Estado en varias áreas estratégicas (incluida la petroquímica) y la famosa "planeación democrática de la economía" -inscrita en el artículo 26 constitucional.

Don Juventino, que aunque anciano (pues qué se traen ahora con la edad, al pelón Carbonell me lo desestiman por joven y al locuaz Juventino por anciano) también tiene acceso a como defenderse publicó lo siguiente:

De inicio dice una verdad e incurre en una confusión. La verdad es que sí soy un anciano (estoy próximo a cumplir los 90 años), pero invierte el articulista sus apreciaciones sobre mis ubicaciones. Sí soy juarista (me confieso profundamente juarista), pero no jurista, ya que este término lo reservo para especialistas en derecho con una alta calidad de excelencia, de la cual carezco infortunadamente.

Luego se avienta dos-tres chascarrillos más, pero por economía blogueral se omiten, y dice:

La razón del título (y de su complemento), según su autor, es porque aprecia don Jaime que en mi intervención en el texto manifesté una barbaridad cuando dije que nuestra Constitución Política, además de ser Ley Suprema, contiene las bases de nuestra identidad. [...]

Lo dije, y ahora lo ratifico y lo razono. La cultura de las naciones se plasma debido a la existencia de una especificidad colectiva que identifica a los componentes de esas naciones y une a sus pueblos dentro de una patria común, distinta de otras patrias, porque éstas son el producto de sus propias culturas. La nuestra no es ni indígena ni española, sino la que hemos conformado a través de la lucha por nuestras mejores causas y los idearios que adoptamos dentro de ellas.

A su vez esos idearios se redactan en pactos. El discurso nacional se incorpora a él como constancia de los principios esenciales de la nación. Ejemplifico: dice el segundo párrafo del artículo 2°: “La nación tiene una composición pluricultural sustentada originalmente en sus pueblos, indígenas que son aquellos que descienden de poblaciones que habitaban en el territorio actual al iniciarse la colonización…”

El artículo 3° (en su segundo párrafo) dice textualmente que: “La educación que imparta el Estado tenderá a desarrollar armónicamente todas las facultades del ser humano y fomentará en él, a la vez, el amor a la Patria y a la conciencia de la solidaridad internacional, en la independencia y en la justicia”.

En la fracción I que “la educación será laica y, por tanto, se mantendrá por completo ajena a cualquier doctrina religiosa”. En el inciso a) de la fracción VI (no hemos salido aún del artículo 3° constitucional) se ordena que la educación primaria, secundaria y normal de las escuelas particulares deben “impartir la educación con apego a los mismos fines y criterios que establecen el segundo párrafo y la fracción II”. Principios que ya transcribí.

[...]

Son algunos de los tantos principios mexicanos que nos distinguen y nos integran como una identidad nacional dentro del concierto internacional. Pero llamo especialmente la atención de lo que dispone el artículo 27, en su párrafo tercero, que usted considera confuso en su totalidad. Se lo transcribo como respetuosa cortesía para usted:

“La nación tendrá en todo tiempo el derecho de imponer a la propiedad privada las modalidades que dicte el interés público, así como el de regular, en beneficio social, el aprovechamiento de los elementos naturales susceptibles de apropiación…”

Y en su párrafo cuarto: “Corresponde a la nación el dominio directo de todos los recursos naturales de la plataforma continental y los zócalos submarinos de las islas… el petróleo y todos los carburos de hidrógeno sólidos, líquidos o gaseosos…”

El 28 lo complementa con rotundez: “No constituirán monopolios las funciones que el Estado ejerza de manera exclusiva en las siguientes áreas estratégicas: (...) petróleo y los demás hidrocarburos, petroquímica básica…”

Advierta, don Jaime, que creo no haber incurrido en el barbárico atrevimiento de interpretar en cualquier forma el texto constitucional bajo el uso de falsedades, de traducir míticamente, o de evaluar falsamente los claros mandatos que la Constitución ordena a los nacionales e impone a los extranjeros como signo distintivo de la especial identidad mexicana. Con el mayor de los respetos, le confirmo: ¡La Constitución mexicana identifica obligadamente a los mexicanos!

Luego, Jaime Sánchez Susarrey, que aunque muy formadito académicamente tiene el hábito de la imprudencia se avienta otra columna dialógica con don Juve. En ella dice:

Primera lección. La Constitución no es ni puede ser el basamento de la identidad nacional. Los congresos constituyentes, en cualquier parte del mundo, fundan órdenes legales de acuerdo con ciertos valores y principios. Entre más abstractos y universales sean dichos valores más posibilidades tienen de perdurar y cohesionar a una sociedad. Por eso la Constitución de 1857, inspirada en los derechos del hombre, es más breve, consistente y clara, con las limitaciones y contradicciones que se le puedan señalar, que la de 1917. O para decirlo de otro modo, lo mejor de la Constitución del 17 está calcado de la Constitución del 57. No sólo eso. Las continuas reformas que se han operado a lo largo de los siglos XX y XXI han transformado el texto constitucional en un mazacote que contiene preceptos tan absurdos como la prohibición de las campañas negativas en los procesos electorales. El gran legislador ha sido desparpajado, poco prudente y caprichoso. Baste tener presente que bajo el priato era el presidente de la República, y no el Congreso ni los congresos locales, quien dictaba las normas constitucionales. Y ahora es la partidocracia la que se sirve con la cuchara grande... o chica.

Segunda lección. El mayor y mejor aporte de la Constitución de 1917, se nos dice, es el artículo 27 constitucional que establece: "La propiedad de las tierras y aguas comprendidas dentro de los límites del territorio nacional, corresponden originariamente a la Nación, la cual ha tenido y tiene el derecho de trasmitir el dominio de ellas a los particulares, constituyendo la propiedad privada". Este principio está inspirado en el derecho colonial que, como efecto de la Conquista, reconoció al rey de España como el propietario original de las tierras y las aguas. Sobra decir que esta forma de concebir una comunidad abstracta, la nación, por encima del individuo no tiene nada que ver con la idea de un contrato social entre hombre libres, iguales e independientes con derechos innatos. Benito Juárez hubiera condenado y abominado semejante principio. Lo habría tachado, con razón, de premoderno y conservador. De ahí que resulte absurdo (por no decir tonto) glorificar este comunitarismo colonial y declararse, como hace don Juventino, juarista.

Tercera lección. El texto constitucional no ha sido conducido por una mano divina por la senda correcta. La historia del estatismo y del petróleo en México tiene cuatro estaciones precisas: 1917, se promulga el artículo 27; 1938-1940, se expropian las compañías petroleras y se eleva a rango constitucional la prohibición de otorgar concesiones para explorar y explotar el petróleo; 1960, se prohíben los contratos de riesgo que permiten que Pemex contrate a compañías para explorar y perforar a cambio de compartir el petróleo extraído en alguna proporción; 1983, se define al petróleo (incluyendo la petroquímica básica) como un sector estratégico de carácter monopólico.

[...]

Cuarta lección. Ya señalé que entre los preceptos constitucionales hay artículos tan anticonstitucionales como prohibir las campañas negativas o nimios como determinar en qué proporción debe asignarse el financiamiento público a los partidos políticos. La Constitución es también un catálogo de buenas intenciones que otorga derechos a la salud, la educación secundaria o la vivienda. Sólo falta inscribir el derecho de todo ciudadano a la felicidad absoluta y eterna. Pero los desfiguros no terminan ahí.

[...]

Quinta y última. Si la efectividad y la pertinencia de un texto constitucional se miden por el grado de desarrollo social, económico, político y cultural de un pueblo, hay que reconocer que la del 17 no sale bien librada. Verla como un tótem y venerarla como si fuera las tablas divinas de la ley es más que un error, es una tontería. Las leyes no son ni pueden ser un fin en sí mismas.

Dejemos por ahora hasta aquí a discusión. No sin antes destacar tres aspectos:

-No recuerdo un intercambio intelectual del nivel del debate petrolero (maldiciones de ser tan joven, pues no viví ninguna de las reformas electorales ni políticas donde según los registros de algunos, se dio algo parecido)

-Esta deliberación a la luz de lo que entendemos por constitucionalidad o inconstitucionalidad refleja y confirma la profunda relación entre derecho y política. No se dice abiertamente, pero detrás de ello subyacen muchos de los conflictos políticos que se judicializan o muchos de los aspectos judiciales que se politizan

-Por último, ¿porqué nadie invitó al Licenciado... y a la licenciada también?

3 comentarios:

Gonzalo Ramirez Cleves dijo...

Muy bueno el post... trabaje el tema de los limites inmanentes en la tesis de doctorado y es muy dificil determinar los aspectos intangibles de la carta que no partan de la definición de Constitución y de aquellos articulos que se desarrollan en constitución como principios... Sin clausulas pétreas la Corte Suprema tendrá que fundar su veredicto argumentando si el pétroleo en México puede ser susceptible de privatización, todo un reto porque al parecer el pacto constituyente fue que no... Buena la discusión dógamatica entre Magalony Kerpel, Córdova y Carbonell... Hasta a mí ya me citarón como doctrina en un articulo de Jaime Cárdenas titulado "La irreformabilidad constitucional en materia de pétroleo e hidrocarburos" que puedes encontrar googleando...

Gonzalo Ramirez Cleves dijo...

La dirección del articulo de Cárdenas es: http://prdleg.diputados.gob.mx/otros/PEMEX/en%20la%20opinion%20de/opinon_jc.html

Ver-Ninman dijo...

Gonzalo,

Qué gusto tenerte de visita por aquí. Te cuento que Jaime fue mi profesor de Teoría de Argumentación en la maestría. Sin ser un objetivo del debate petrolero, el tema de la interpretación constitucional será una de sus consecuencias. Creo que el tema (más que privatización o no del petroleo) es qué significa contratar, área estratégica y explotación (expresiones incluidas en los artículos 25, 27 y 28 de la Constitución). El debate es bueno, seguiremos informando.

M.