domingo, 3 de febrero de 2008

Crítica a la función pública. El voto particular de Cossío en el caso Gertz Manero vs. López Betancourt

José Ramón Cossío Díaz

Libertad de expresión y crítica a la función pública

Este texto corresponde al voto particular formulado en la revisión 1580/2003, fallado por la Primera Sala de la Suprema Corte el 4 de octubre de 2006, sobre un asunto en el que se reclamaba la inconstitucionalidad de los artículos de la Ley sobre Delitos de Imprenta que regulan en qué condiciones la crítica a un funcionario público será considerada un ataque a su vida privada. El recurrente había sido demandado en sede ordinaria civil por un funcionario federal con motivo de lo que este último calificaba de insultos y juicios despectivos en su contra, publicados en varios periódicos y revistas. El juez de primera instancia condenó al demandado a reparar el daño moral causado al funcionario mediante la publicación de un extracto de la sentencia en la prensa. En apelación, se sumó a lo anterior la necesidad de satisfacer una indemnización pecuniaria. Esta determinación fue confirmada por un Tribunal Colegiado en una sentencia de amparo directo contra la cual se interpuso recurso de revisión ante la Suprema Corte.

Las razones de la disidencia

No comparto el sentido de la sentencia emitida por la sala que presido. Como es sabido, dadas las reglas que delimitan la competencia constitucional de la Corte, no nos correspondía en un asunto como éste pronunciarnos sobre los hechos que enfrentan a las partes o calificar de algún otro modo los méritos jurídicos globales de sus pretensiones en la vía civil. La materia del recurso que hemos resuelto era muy concreta, y nos compelía a adentrarnos en un juicio de contraste entre normas. Específicamente, se trataba de determinar si los artículos 1° y 6° de la Ley sobre Delitos de Imprenta (en adelante LI) respetan lo dispuesto en los artículos 6° y 7° de la Constitución federal, que consagran las libertades de expresión, información e imprenta. A pesar de la inoperancia de la mayoría de los agravios formulados y a pesar de que el argumento de inconstitucionalidad fue presentado en los conceptos de violación en términos lacónicos, lo cierto es que el Tribunal Colegiado de Circuito se pronunció sobre la cuestión apuntada —calificando de constitucionales a los citados preceptos y negando en consecuencia el amparo—, promoviéndose posteriormente el recurso de revisión en términos que hacían procedente un pronunciamiento por parte de esta Corte —la cual ha confirmado la constitucionalidad de los artículos y la negativa del amparo. La sentencia apoyada por la mayoría afirma, esencialmente, que los artículos 1° y 6° de la LI son constitucionales porque se limitan a “desarrollar” el concepto de vida privada previsto por la Constitución como límite a las libertades de expresión e imprenta.

Se despliega un razonamiento en tres pasos: 1) se sostiene de entrada que el ejercicio de los derechos de libre manifestación de ideas y de libertad para escribir y publicar escritos sobre cualquier materia no es absoluto e irrestricto, pues tiene como límites las propias hipótesis precisadas limitativamente en la Constitución federal (que no ataque a la moral o los derechos de terceros, provoque algún delito o perturbe el orden público, y respete la vida privada, la moral y la paz pública); 2) a continuación, se destaca que, como la Constitución identifica estos límites pero no los desarrolla, entonces legitima al legislador para efectuar tal desarrollo; 3) finalmente, se concluye que en el artículo 1° de la LI el legislador federal no hizo sino desarrollar el concepto de ataques a la vida privada, estableciendo las hipótesis que la configurarán, con el fin de que el ejercicio del derecho no redunde en afectación a la vida privada de terceras personas.

A mi juicio, es claro que la argumentación de la sentencia presenta como conclusión y como fundamento de la negación del amparo lo que constituye simplemente la premisa inicial del razonamiento: la cuestión no es si la Constitución permite o reclama la existencia de leyes que desarrollen o definan los límites constitucionales; la cuestión es si el desarrollo legislativo de tales nociones examinado en el caso concreto respeta (o por el contrario restringe o desnaturaliza) los derechos consagrados en los artículos 6° y 7° de la Carta Magna. Nadie discute que las libertades de expresión e imprenta tienen límites, y casi nadie se opone a la conveniencia de que los contornos de esos límites sean perfilados en algún grado por el legislador. Pero eso es muy distinto a sostener que, dado que la Constitución necesita un desarrollo y la LI se presenta como tal, esta última resulta perfectamente constitucional.

Tampoco queda desvirtuado el argumento según el cual la LI va “más allá” de lo que la Constitución contempla como límite a las libertades que nos ocupan afirmando que, dado que una de las normas cuestionadas establece un caso en el que no se considerará delito cierta expresión, lejos de limitar las garantías las protege, dado que no sólo no prohibe la manifestación de ideas, sino que la permite, razón por la que, se concluye, el artículo reclamado protege el texto constitucional. Es obvio que la modalidad deóntica (permitido, prohibido, obligatorio) en que se expresa el carácter de una norma no permite por sí sola sacar conclusiones sobre su constitucionalidad o inconstitucionalidad, pues un mismo contenido normativo puede expresarse en formas deónticamente distintas pero equivalentes;1 la cuestión es si ese contenido normativo respeta o no las garantías constitucionales. Así, en el caso concreto, lo relevante no es que la norma permita expresarse, sino que la norma permite expresarse sólo en condiciones abusivas, esto es, sólo bajo parámetros que hacen nugatorio ese permiso desde la perspectiva del bien o interés jurídico que la norma debe proteger.

En mi opinión, los artículos 1° y 6° de la LI no constituyen una regulación constitucionalmente razonable de la libertad de opinión e imprenta. Las principales razones que sustentan este juicio las desarrollaré a continuación, pero me gustaría anunciarlas en sus grandes rasgos haciendo los siguientes señalamientos: la regulación de la LI no se hace cargo de la distinción capital entre expresión de hechos y expresión de opiniones, distinción que debe operar como trasfondo necesario para organizar un esquema de límites legales que sea respetuoso con el núcleo de las libertades reguladas; la noción de “ataque a la vida privada” es definida en términos amplísimos, pues se refiere no sólo a lesiones actuales, sino a daños meramente hipotéticos, y permite incluir en su ámbito comportamientos que hacen parte del ejercicio normal de la libertad de expresión; el contenido de los artículos estudiados se refiere, en realidad, a ataques al honor o buen nombre de las personas, no a intromisiones en su vida privada, lo cual provoca una notable confusión e implica desatención por las distintas hipótesis en las que surgen conflictos de derechos de entidad constitucional en el ámbito de la libre expresión; la ley, además, aparentemente quiere acotar los factores que pueden fungir como límites al introducir el requisito de la “maliciosidad” de la expresión, pero define esta expresión de un modo que no implica un acotamiento real; finalmente, se imponen a la libertad de informar y expresar opiniones sobre funcionarios públicos límites que son superiores a los que aplican respecto de los ciudadanos comunes, situación que resulta incompatible con un entendimiento constitucionalmente adecuado del ámbito de estas libertades. La Ley sobre Delitos de Imprenta, una regulación constitucionalmente inadecuada

Privacidad y honor en la Ley sobre Delitos de Imprenta.

En primer lugar, me gustaría destacar que cuando el artículo 1° de la LI define lo que se consideran ataques a la vida privada, lo hace en términos desorbitadamente amplios, que no dejan espacio para un ejercicio desinhibido de la libre expresión y del derecho a la información. Así, en su fracción I se califica de ataque a la vida privada la expresión maliciosa, por los medios que se precisan o por cualquier otro, que “exponga una persona al odio, desprecio o ridículo, o pueda causarle demérito en su reputación o en sus intereses”.2

Más allá del extraordinario afán de exhaustividad en la enumeración de medios de expresión potencialmente invasores de la vida privada, resulta llamativo que se haga alusión no sólo a lesiones actuales y efectivas en los bienes citados, sino a simples expectativas de daño; el precepto habla de expresiones que “puedan causarle” —no que le causen— demérito a una persona, y de expresiones que “expongan” una persona al odio o al ridículo —es decir, que la pongan en ese riesgo, aunque todavía no la dejen en ridículo o la hagan víctima del odio—. También llama la atención que la redacción del precepto permita considerar casi cualquier cosa un ataque “a la vida privada”, pues en los casos concretos no costará mucho sostener que una determinada expresión “puede causarle demérito [a una persona] […] en sus intereses”, por centrarnos en sólo una de las hipótesis previstas. De cualquier modo, me parece cuando menos sorprendente que el contenido real del precepto comentado (tanto en la fracción a la que me acabo de referir como en las otras tres) se corresponda con lo que conceptualmente constituyen ataques al honor o a la reputación de las personas, no a la intimidad o a la vida privada.

Como es sabido, el derecho a la intimidad o a la privacidad otorga a las personas la posibilidad de proteger ciertas informaciones y cierto ámbito vital de la curiosidad y el conocimiento ajenos. La intromisión en la intimidad queda consumada cuando se divulgan ciertas informaciones o hechos con total independencia de si resultan desmerecedores o injuriantes para la persona a la que se refieren, e inversamente, una expresión puede vulnerar el derecho al honor de una persona con independencia de que no se refiera a un aspecto íntimo de su vida: los bienes e intereses jurídicos protegidos por cada uno de los derechos son distintos y perfectamente separables.

Existe, pues, en el artículo 1° de la LI, una inexplicable desconexión entre el término que, según la ley, es objeto de definición y la definición misma, lo cual bastaría en sí mismo para sostener que la LI constituye un desarrollo legislativo inadecuado sobre la libertad de imprenta y el derecho a la información.

Condiciones y excepciones en la libertad de imprenta. La resolución apoyada por los ministros que han formado la mayoría estima que la conclusión según la cual la LI es perfectamente respetuosa con la libertad de expresión e imprenta resulta abonada por el hecho de que sus artículos 4° y 5° disponen que, bajo ciertas condiciones, las expresiones no se considerarán “maliciosas”, requisito necesario para que una expresión se considere proscrita en términos del artículo 1°.

En mi opinión, es efectivamente imprescindible hacer una interpretación conjunta de los artículos 4° y 5° de la LI con los preceptos que los anteceden para discernir su verdadero alcance. El problema, sin embargo, es que estos preceptos (que aparentemente están llamados a restringir los casos en los que la ley impone límites a la libre expresión) están concebidos en términos tan amplios que no representan, a la postre, limitación adicional alguna, y terminan por confirmar que la regulación legal desnaturaliza las libertades reguladas en lugar de simplemente concretarlas o desarrollarlas.

En efecto, el artículo 4° define la palabra “maliciosa”, que modaliza la definición legal de lo que sean ataques a la vida privada, a la moral y a la paz u orden público, estableciendo que “se considerará maliciosa una manifestación o expresión cuando por los términos en que está concebida sea ofensiva, o cuando implique necesariamente la intención de ofender”. La incorporación de la palabra “maliciosa” parecería tener por objeto garantizar que no se apreciará un ataque a la vida privada, moral u orden público más que en los casos en que el sujeto actúe con un dolo específico, restringiendo así los casos de limitación justificada de la libertad de expresión a aquellos en que quede absolutamente probada (“implique necesariamente”) una clara intención injuriante, es decir, la existencia de algún tipo de mala fe.

Sin embargo, cuando el artículo 5° prosigue en el detalle de aquello que se considerará malicioso o no malicioso, introduce una condición adicional que acaba confundiendo profundamente los contornos de lo anteriormente sentado. Más concretamente, el artículo 5° afirma que “no se considerará maliciosa una manifestación u expresión aunque sean ofensivos los términos por su propia significación, en los casos de excepción que la ley establezca expresamente y, además, cuando el acusado pruebe que los hechos imputados al quejoso son ciertos, o que tuvo motivos fundados para considerarlos verdaderos y que los publicó con fines honestos”.

De nuevo, una aparente restricción legal a lo que puede operar como límite de la libertad de expresión e información queda en realidad diluida por la letra de la ley. Así, la mera mención a que la ley puede establecer casos de excepción no es de por sí positiva, puesto que se trata de algo meramente hipotético y, naturalmente, se desconocen los términos en que tales excepciones podrían ser legislativamente concebidas. El resto de la frase consagra lo que se conoce como la exceptio veritatis, esto es, la posibilidad de que una persona pueda probar que los hechos que se imputan a una persona, y que desmerecen la consideración social de que es objeto, son ciertos, equiparándose a esta opción la de proporcionar elementos que demuestren que los hechos son por lo menos veraces (“tuvo motivos fundados para considéralos verdaderos”).

La ley es razonable cuando equipara la “verdad” de los hechos al convencimiento (por parte del sujeto que se expresa o se comunica de buena fe) de que los mismos son ciertos, aunque seguramente sería necesario hacer precisiones en torno a los elementos que deben concurrir para poder considerar acreditado dicho requisito. En este punto puede afirmarse que la ley no está tan lejos de la doctrina dominante en materia de libre expresión e información, según la cual basta que quede comprobado que se respetó un deber de diligencia respecto de la comprobación de la verdad de lo comunicado —esto es, que se desplegaron actividades encaminadas a comprobar la veracidad de la información, que no se actuó con total desconsideración o desprecio por este aspecto.3

Sin embargo, es claro que la salvedad legal asociada a la exceptio tiene sentido solamente cuando estamos ante instancias de ejercicio del derecho a la información, cuyo objeto es la comunicación de hechos —los cuales, en el contexto de la LI, deben satisfacer dicho sea de paso el ulterior requisito de haber sido publicados “con fines honestos”—. Por tanto, en nada ayuda esta previsión a limitar la severidad de la regulación sobre expresión de opiniones, respecto de las cuales no tiene sentido predicar falsedad o veracidad. Respecto de la libertad de expresión, este artículo nada adiciona, y nos obliga a dejar intocadas las conclusiones a las que hemos arribado con anterioridad; en un plano general, viene a confirmar que uno de los problemas troncales de la regulación contenida en la LI es la intensa mezcolanza en la que desemboca la regulación de la expresión o comunicación de ideas, opiniones y hechos.

La crítica a los servidores públicos

El artículo 6° de la LI —uno de los dos preceptos directamente aplicados en el amparo que nos ocupa— se refiere específicamente a las críticas a los funcionarios o empleados públicos y, por lo tanto, constituye lex specialis en los casos en que esta categoría de personas está implicada.4 La sorpresa es que este artículo impone límites a la libre expresión mucho más estrictos que los artículos que le anteceden, dirigidos a regular la conducta de los ciudadanos en general. Esta situación contrasta en sí misma con la teoría de la libertad de expresión e información predominante a nivel internacional.

En efecto, una de las tesis básicas de la doctrina judicial y académica dominante sostiene que los funcionarios públicos y otros personajes de carácter público, por el hecho de serlo, deben enfrentar un nivel de crítica y escrutinio público mucho más intenso que el resto de los ciudadanos. Esta tesis ha sido denominada por la Relatoría para la Libertad de Expresión de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos el “sistema dual de protección”, según el cual se considera necesario que “las personas que tengan a su cargo el manejo de los [asuntos públicos] cuenten con una protección diferente frente a las críticas que la que tendría cualquier particular que no esté involucrado en asuntos de interés público”.5 El sistema dual de protección es uno de los pocos puntos en los que la jurisprudencia comparada sobre derechos es estrechamente coincidente, y para hacerse una idea cabal de ello basta consultar decisiones como el caso Ricardo Canese vs. Paraguay, fallado por la Corte Interamericana de Derechos Humanos en el 2004;6 el caso Lingens vs. Austria, resuelto por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos en 1982;7 el caso New York Times vs. Sullivan, resuelto por la Suprema Corte de Estados Unidos en 1964;8 las sentencias 106/1986, 159/186, 6/1988, 107/1988, 105/1990, por ejemplo, del Tribunal Constitucional español;9 o las sentencias T-066/98, SU-1723/00 y T-213/93, entre otras, de la Corte Constitucional colombiana.10

Por supuesto, si me refiero a la estela marcada por estas decisiones no es por la comodidad de usar una especie de “argumento de autoridad” que, como es sabido, no resulta concluyente de modo autónomo, sino como un expediente para evocar de manera resumida los términos en que el problema que nos ocupa se ha discutido en el contexto justificativo. En las democracias constitucionales, las libertades de expresión e información despliegan una función estructural esencial, en su calidad de medio imprescindible para el desarrollo de la deliberación pública. El sistema político democrático necesita de la existencia de una opinión pública saludable y atenta a muchas cosas, pero en especial al comportamiento de los gobernantes. Es por ello que las personas que ocupan puestos públicos deben estar sometidas a un nivel de escrutinio público relativamente intenso, lo cual redunda en una natural disminución de lo que puede considerarse incluido en su esfera privada y en una necesaria suavización de los estándares que deben determinar cuándo existe un ataque injustificado a su honor o imagen pública. La intimidad y el honor de los funcionarios públicos y otros personajes públicos no está totalmente desprovista de protección, pero sin duda la misma es inferior a aquella de la que gozan el resto de los ciudadanos. Dado que la LI parte de la hipótesis justamente contraria, no puede considerarse sino una regulación prima facie insólita que sin duda merece ser sometida a un análisis de razonabilidad constitucional pausado.

Pero con independencia y más allá de esta disonancia, percibida desde un punto de vista inscrito en el derecho comparado, los términos en los que la ley enmarca el ejercicio legítimo de la crítica a un funcionario público son, en su sola y estricta expresión, inaceptables. El artículo 6° exige, para que no pueda considerase delictuosa la crítica a un funcionario público: 1) que sean ciertos los hechos en que se apoya; 2) que además las apreciaciones que con motivo de ella se hacen sean racionales; 3) que además estas apreciaciones estén motivadas por los hechos y, 4) que además, en todo caso, no se viertan frases o palabras injuriosas.

Sin ulterior comentario, resulta evidente que este precepto es una auténtica mordaza, que convierte la posibilidad de desarrollar un ejercicio de crítica incisiva (o mucho más modestamente, un ejercicio de “crítica”, a secas) en algo ilusorio. Creo que resulta claro desde cualquier perspectiva que una crítica que deba estar apoyada en hechos no veraces sino “ciertos”, que además deba relacionarse con apreciaciones “razonables” (a juicio de no sabemos bien quién), que esté además “motivada” por los hechos y que, en todo caso, se vierta mediante frases y palabras que “no sean injuriosas”, no merecerá el nombre de tal. La regulación legal se erige así en un esquema de palmaria petición de principio, pues la premisa inicial se amalgama con la conclusión.

Apunte final

Visto desde una perspectiva general y abstracta, centrada en la entidad de los temas jurídicos implicados, el problema jurídico que en la Primera Sala se ha debatido está relacionado con algunas de las cuestiones más complejas que pueden presentarse en el ejercicio de la jurisdicción constitucional. En efecto: establecer los contornos del ejercicio efectivo y conjunto de los derechos a expresarse libremente, y a recibir y transmitir información con aquellos bienes y derechos con los que típicamente entra en conflicto —en los términos usados por nuestra Carta Magna, la vida privada, el orden público, la paz pública, los derechos de los demás, la inviolabilidad de los papeles privados, la protección de la niñez, etcétera—11 está llamada a ser una tarea compleja, destinada a ser desplegada mediante aproximaciones sucesivas a lo largo de un segmento temporal considerable. Como ha sido destacado, el modo en que este tipo de conflictos deba ser judicialmente gestionado al ejercerse el control de la constitucionalidad de las leyes está necesariamente conectado con el modelo de democracia que subyace al texto constitucional que se está interpretando (algunas constituciones son tributarias de un modelo especialmente procedimental, otras dan preponderancia a la intangibilidad de ciertos derechos básicos…) y además, dada la estructura principal de los elementos jurídicos relevantes, las conclusiones en los casos concretos deben típicamente derivar de cuidadosos ejercicios de ponderación.12

Estimo, sin embargo, que si tenemos en cuenta los términos concretos en los que la litis se nos presentaba hoy, no estábamos ante un caso difícil, ni mucho menos trágico, sino ante un caso fácil; y ello es así porque los artículos 1° y 6° de la LI me parecen inconstitucionales “más allá de toda duda razonable”, por parafrasear el enunciado clásico de la versión más exigente acerca de los presupuestos para el control judicial de la constitucionalidad de una ley.13

Al respecto, creo que hay que adicionar a las conclusiones derivadas del análisis textual de la LI, esbozadas en los anteriores apartados, las derivadas de una mirada que alcance la tosca y alambicada interacción entre los cuerpos legales que concurren en la regulación de las libertades consagradas en los artículos 6° y 7° de la Constitución federal.

En nuestro país, para establecer en un caso concreto el estatus jurídico de una determinada expresión, hay que tener presente una auténtica maraña de particularidades relacionadas con la forma o vehiculación legislativa: las leyes relevantes a veces son estatales y a veces federales; algunas de ellas —como la LI— son preconstitucionales; con frecuencia definiciones y prescripciones incluidas en leyes que se presentan a sí mismas como normas de carácter penal —como la LI— son en realidad utilizadas para determinar la existencia de responsabilidad por daño pecuniario o moral, en juicios de carácter civil, no penal; no están claras las reglas de convivencia de las normas anteriores con las de los códigos penales generales, federales o locales, ni con el resto de disposiciones administrativas que inciden por otras muy variables vías en las actividades expresivas e informativas de los ciudadanos.

En nuestro país, fragmentos de regulación material de la libertad de expresión e imprenta pueden hallarse en un conjunto de fuentes normativas de notoria heterogeneidad, cuya concurrencia dificulta entresacar el cauce de los diferentes tipos de consecuencias jurídicas anudadas a la comisión de conductas —responsabilidad penal, responsabilidad civil de varios tipos, deberes de rectificación, autorizaciones legales expresas…— y dificulta, por tanto, la tarea de delimitar la frontera entre lo jurídico y lo antijurídico. No estoy sosteniendo que la regulación no pueda fragmentarse según los ámbitos o los medios que quedan implicados en el ejercicio de los derechos a expresarse y comunicarse con libertad, ni estoy afirmando que la inseguridad jurídica sea un efecto de la fragmentación actual en todos los casos; más limitadamente afirmo que, en muchos casos, aquélla —la inseguridad jurídica— será difícil de descartar. n

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