jueves, 2 de marzo de 2006

Lucha Libre y Senado

Miguel Pulido Jiménez
Marzo 2006

Hasta ayer, me encantaba decir: me fascinan la lucha libre y la política por sus singulares efectos y tremendos paralelismos. En ambos casos hay un circo y aunque sería insensato negar que sus participantes en ocasiones se lastiman, sería más insensato creer que lo que ahí sucede es cualquier cosa distinta a una farsa.

En la lucha libre los gladiadores se suben al cuadrilátero, se mueven de un lado al otro y, en tiempos regulados por la televisión, terminan las contiendas cuando un ¿referee? –que es otro payaso en el circo— señala a un supuesto ganador. El perdedor siempre vocifera, escupe maldiciones y alerta que quien ganó lo hizo con trampas o con engaños, sin embargo, al final se somete a la autoridad del árbitro y acepta el resultado. El circo está tan bien montado que aunque el público sabe a la perfección que todo está pactado, finge que está observando una contienda. Hay un ingrediente particular, el que más me cautiva, los luchadores fingen no tener noción, o al menos lo intentan, de la conciencia del público sobre la mentira que está viendo.

Considero innecesario señalar lo que pasa en la política y que hace tan idénticas a tan populares disciplinas, incluido el IFE haciendo las veces de payaso, perdón de referee. En realidad, de lo que quiero hablar es de los excesos a los que han llegado nuestros legisladores (estandartes de la clase política) y que han dado al traste con mi particular comparación entre lucha libre y política.
Ayer, en la cámara de senadores (con minúsculas) hubo una sesión de particular relevancia para el futuro de nuestro país. En ella, en algo que puede compararse a los golpes que se dan los ídolos del pancracio antes de subir al ring (o con las pre-campañas), se aprobó una minuta que será llevada al pleno del senado para su discusión y, aparentemente, virtual aprobación. ¿En dónde está lo feo de este acto luchístico-parlamentario?

Voy por partes. La discusión versa sobre la aprobación de reformas, adiciones y derogaciones a diversas disposiciones de la Ley Federal de Telecomunicaciones y de la Ley Federal de Radio y Televisión. En el centro del debate, para algunos, simplemente está una cuestión de tecnologías y leyes antiguas. Algo así como avance tecnológico o retroceso fatal. Cosas de fierros y de microondas. Para otros, en el núcleo está la discusión sobre los bienes de dominio de la nación, la democracia, la libertad de expresión y, al menos, facilitar las condiciones para la construcción de espacios informativos que reflejen una sociedad plural. Así las cosas, al calor de la discusión se dieron escenas penosísimas que, al margen de la discusión técnica sobre el contenido de la ley, evidencian el cuerpo legislativo que tenemos. En principio, ante los evidentes retrocesos que significaría, me parece deplorable que algún legislador pueda votar a favor de esta ley. Sin embargo, lo asumo como uno de los riesgos de la demo pancracia que tenemos. Del doloroso comportamiento de sus (míos no son nada) senadores no acepto nada. Pongo un par de ejemplos, con nombre y apellido, no’mas por su fatal relevancia.

Para subirle el tono al griterío, al iniciar la discusión se propuso (sensatamente, por cierto) que aquellos senadores que tuvieran un conflicto de intereses se excusaran de votar. Después dar cuenta de dos senadores que son concesionarios de radiofrecuencias y que los servidores públicos tienen un conflicto de interés cuando tienen que deliberar sobre asuntos de su interés particular (dispense lo repetitivo), se pidió su abstención para el caso. Y vino el primer insulto a la ciudadanía, el senador Bonilla consideró que si bien él es concesionario, un Senador (aquí si con mayúscula aunque honestamente pienso que no hay más que un par) no es un servidor público. El silogismo entonces resultó muy fácil: yo soy concesionario, pero no servidor público, entonces no hay conflicto.

Pero no paro ahí, el senador Bonilla tuvo el descaro de ponerle énfasis a su dicho y remató: somos l-e-g-i-s-l-a-d-o-r-e-s. El senador Vicencio tuvo la amabilidad de leerle la Constitución en dónde, aunque tarde (ya vamos terminando el 6º año de su periodo legislativo) le fue notificado al senador Bonilla que él, SI es un servidor público. Y así, la misma Constitución le rompió el corazón al notificarle que su función es servir y no sólo eso, además, hacerlo al público.

Como algunos senadores consideran que nunca es suficiente agravio a la inteligencia, el senador Gamboa uso la palabra para decir que en el pasado, dueños de ranchos habían votado sobre aspectos agrarios, dueños de hoteles y de compañías aéreas (¿qué diputado o senador posee una línea aérea?) sobre aspectos de turismo, y así.

Es decir, no sean exquisitos queridos colegisladores, mi compadre Bonilla puede votar hoy por que otro senador, igual, o hasta peor -si es que lo hubiera-, de inescrupuloso ya votó cuando no debía. Pero Bonilla dijo, no me defiendas compadre que yo puedo sólo. Miren, dijo (y esto ya no es sarcasmo) ¿Porqué doctores si votan leyes relacionadas con salud, abogados cosas de derecho? Si yo soy concesionario, no sólo puedo, debo votar (ahora nos invirtió el silogismo, bárbaro el muchacho).

En mi indignada opinión (aquí no hay cabida para la humildad sino para la rabia, el coraje, la muina, el desprecio y si acaso la lástima) si el senador Bonilla no distingue entre conocimiento concreto e interés particular, si no sabe que él SI es un servidor público, si cree que su condición de dueño de algo es suficiente autorización para hablar de lo que le conviene a la colectividad, no debió excusarse de votar por conflicto de intereses, sino por incompetente. Sólo los cándidos esperan que el derecho refleje intereses pulcros, lo sé, pero…

Pero nos tenían más piedras para la digestión. Una vez desahogados los argumentos de los senadores que se pronunciaron en contra de la minuta, el presidente de la comisión señaló que agotados los oradores procederían a realizar la votación. Así, simple y llanamente, sin dar los argumentos por los que -si es que alguien lo piensa- consideran que la minuta es adecuada.

A pregunta expresa de si no pensaban argumentar su posición a favor, el senador Osuna pidió que respetaran las posiciones de quienes habían decidido guardar silencio. El senador Osuna no entiende que las razones no son para Corral, Ojeda, Vicencio y amigotes, sino un acto mínimo de decencia legislativa. En una democracia representativa (uno quisiera de otras, pero es lo que hay) es a los representados a los que debe explicar las razones (siempre el maldito porqué) cree que la minuta es lo de hoy, el hit o la onda, como diría Adal Ramones quién sin ser legislador es de la misma bancada que Gamboa y Osuna.

Su silencio lo hace peor marrullero que los luchadores, senador Osuna. Aquellos al menos tienen la vergüenza de fingir que contienden y en algunos casos gritar algo cuando han perdido. Usted perdió frente a los argumentos –aunque ganó en apariencia- pero no peleó, no hizo circo ni maroma ni teatro, no correspondió al pago de las entradas (no desquitó el sueldo, pues). Por eso, por su repugnante actitud, la de Gamboa, la de Bonilla, la de Rodríguez Prats y otros, me arrepiento terriblemente por haber comparado algún día la política con la lucha libre.